Ayer tuvo lugar en Madrid, la clausura del 26ª edición del Congreso Mundial del
derecho en la que S.M. El Rey Don Felipe VI recibió el premio de la
“World Peace and Liberty Award”, como reconocimiento al papel fundamental de la
Monarquía Parlamentaria española, por su inquebrantable compromiso con el
Estado de Derecho.
En este acto el Don Felipe VI pronunció esta
palabras, que por su importancia reproduzco íntegramente:
“Quiero,
en primer lugar, saludar muy afectuosamente a todos los aquí reunidos, en este
Teatro Real cuyo bicentenario hemos celebrado recientemente. Y quiero, también,
agradecerles su presencia en este acto, así como su participación en la 26ª
edición del Congreso de la World Jurist Association.
España tiene estos días la gran satisfacción
de haber convocado y acogido en su capital a personalidades políticas,
autoridades institucionales y juristas muy relevantes, venidos de muchos
lugares del mundo, para compartir ideas y visiones sobre cuestiones esenciales
en la vida de los seres humanos: como lo son, sin duda, la paz y el derecho, la
democracia y la libertad, la seguridad y los derechos humanos…, la justicia.
Sean, así pues, muy bienvenidos a España quienes nos visitan; y todos, a esta
gran cita internacional del mundo jurídico.
Permítanme
unas palabras de gratitud y algunas reflexiones:
A la World
Jurist Association le agradezco sincera y profundamente el haberme otorgado el
premio “World Peace & Liberty Award”. Son palabras solemnes llenas, sobre todo,
de compromiso y de esperanza. Y el prestigio de este premio, lo avalan tanto la
institución que lo concede, como las personalidades que anteriormente lo han
recibido. Es un privilegio solo comparable a lo mucho que desde hoy me exige y
estimula. Pero son los profundos valores y principios democráticos, que el
premio ensalza, defiende y promueve, los que verdaderamente iluminan su
significado.
Quiero
entender que, aunque referido a mi persona y a la Monarquía parlamentaria que
represento, el premio significa también, y por encima de todo, un
reconocimiento a la democracia constitucional española; y con ella a todos
aquellos, hombres y mujeres, autoridades del Estado, líderes políticos,
económicos, sociales y culturales que, con el impulso de la inmensa mayoría de
los ciudadanos, llevaron a cabo la transición política a la democracia,
hicieron posible la aprobación de nuestra Constitución de 1978 y han velado y
velan por su vigencia, integridad y continuidad, durante los 40 años que lleva
rigiendo la vida de España en libertad.
Por todo
ello, y también como hombre del Derecho, recibo este premio, presidente
Hoet-Linares, muy agradecido y sumamente honrado; me enorgullece como español.
Y lo hago, además, con la firme convicción de que el respeto al Estado de
Derecho, en un régimen democrático, no solo es la garantía de los derechos y
las libertades, sino pilar esencial del regular funcionamiento de las
instituciones y fundamento de la convivencia y del progreso en paz y en
libertad de sus ciudadanos.
Gracias también
al Presidente González por sus palabras.
Don Felipe
González Márquez, Presidente del Gobierno desde 1982 hasta 1996, representa
siempre y hoy aquí entre nosotros a una generación de líderes políticos a la
que los españoles debemos gratitud, reconocimiento y respeto. Una generación
cuyo sentido de la historia de España, y su visión de futuro han sido la base
de nuestra convivencia democrática y de nuestro bienestar durante las últimas
décadas.
El 30 de
enero de 1986, una fecha tan simbólica para mí, me dirigió en el Palacio Real
de Madrid las siguientes palabras: “Esta España democrática y libre apuesta hoy
por su futuro constitucional en la persona de Vuestra Alteza Real”.
Desde
entonces, como él sabe bien, he procurado estar a la altura de esa muestra de
confianza, y hacer honor a mi compromiso con la Constitución, con lealtad,
entrega y dedicación a los intereses generales de todos los españoles. Y en
personas como él he encontrado siempre gran apoyo y estímulo.
La
Constitución ha sido, es y será la guía de todos mis actos. Y la independencia
y neutralidad de la Corona mi permanente compromiso cívico con España, al
servicio de la democracia y de la libertad.
Y gracias
al Presidente Marcelo Rebelo de Sousa, por su presencia hoy aquí en el Teatro
Real y por sus muy amables palabras, que sé que no brotan solo de su
pensamiento sino también de su corazón.
El
presidente Rebelo de Sousa, a lo largo de estos últimos años, ha sido para mí
un ejemplo de respeto, dignidad y excelencia en el ejercicio de su alta
magistratura. Desde que asistí a su toma de posesión como Presidente de la
República Portuguesa nos unen, además de unas mismas convicciones, la amistad y
el afecto. Y ambos compartimos la voluntad y el deseo de que, desde el respeto
a su propia identidad, esa amistad y ese afecto, esa cercanía y esos vínculos
tan estrechos, unan cada vez más a los pueblos portugués y español.
Señoras y
Señores,
En 1979, presidido y clausurado por el Rey Don Juan Carlos I, se celebró en
España, en Madrid como hoy, el Congreso Mundial de la World Jurist Association
como una manifestación de apoyo a la entonces naciente democracia
constitucional española. Después, en 1991, se celebró nuevamente en nuestro
país este Congreso, y fue en Barcelona, un año antes de los grandes
acontecimientos de 1992, como fueron los Juegos Olímpicos en esa ciudad, la
Expo Universal de Sevilla y la Capitalidad Cultural Europea de Madrid; cuando,
en cierta manera, España se presentaba ante el mundo tras años de reformas y
modernización, de regreso a Europa y de apertura y libertad democrática.
Ahora,
justamente a los 40 años de aquel Congreso de 1979, vuelve a Madrid. Y creo no
equivocarme al pensar que lo hace, nuevamente, como una muestra de la confianza
de los juristas del mundo en un Estado Social y Democrático de Derecho como el
español, ya completamente asentado en la vida de nuestros ciudadanos pese a las
dificultades que hoy, no sólo en España, sino también a escala global, aquejan
a las instituciones democráticas.
Son
dificultades que pueden y deben resolverse, no abandonando la democracia, ni
renunciando a sus principios o relativizando sus fundamentos, sino
fortaleciéndola y mejorándola; esto es, reivindicando su plena validez y
vigencia y adaptándola acertadamente, sin desnaturalizarla, a las
circunstancias de cada época histórica mediante amplios consensos. Pues, como
la Historia demuestra, no hay alternativa realmente válida a ese sistema, el de
la gobernanza democrática, que representa una de las mayores conquistas
logradas en el largo camino de nuestra civilización.
Fortalecer
la democracia requiere, ante todo, no olvidar que su objetivo más profundo es
garantizar la dignidad de la persona, que es una exigencia que no se
circunscribe a unos pocos países, sino que se extiende al conjunto de la
humanidad por encima de fronteras, culturas, religiones o sentimientos
nacionales.
Y no hay
dignidad humana sin libertad individual, como tampoco si no existen
determinadas condiciones materiales que la hagan posible, como son el
desarrollo económico equilibrado y sostenible, la educación de calidad, la real
expectativa de promoción profesional para las jóvenes generaciones, la
auténtica igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, la erradicación de
la pobreza y, en suma, el acceso al bienestar por parte de todos los ciudadanos
sin distinción de clases o grupos de personas.
El logro de
esas condiciones se ha convertido en un compromiso irrenunciable de la sociedad
internacional de nuestro tiempo como lo ponen de manifiesto los 17 Objetivos de
Desarrollo Sostenible (ODS) fijados en la Agenda 2030 de Naciones Unidas.
Esa tarea
común, tan urgente como necesaria, requiere de voluntad política, de acciones
políticas y sociales; pero también de acciones jurídicas, pues sólo el Derecho
podrá garantizar su efectividad; y ahí reside precisamente la transcendencia de
las declaraciones de derechos humanos: haber convertido aquellas condiciones
materiales en pretensiones jurídicamente exigibles con vocación de vigencia
universal.
Es cierto
que el Derecho no puede hacerlo todo, pero también es cierto que sin el Derecho
no puede hacerse nada, nada que sea legítimo, duradero, racional y seguro…,
justo. Eso lo aprendemos muy pronto de nuestros maestros y lo vivimos con la
experiencia. Y en un Congreso como éste, organizado por la Asociación Mundial
de Juristas, y ante la presencia de una destacada representación de todos
ellos, me parece especialmente oportuno recordarlo.
Señoras y señores,
La celebración de este 26 Congreso bienal de la WJA constituye, sin duda, un
acontecimiento de extraordinaria importancia, no sólo para España, que lo
acoge, sino para la comunidad internacional. Así lo acaba de poner de
manifiesto don Javier Cremades, en su intervención como Presidente del Congreso
que hoy se clausura. Entre ayer y hoy se han reunido en Madrid un buen número de
relevantes juristas extranjeros y españoles, acompañados también de otras
personalidades internacionales representativas de las instituciones y de la
sociedad civil, para reflexionar sobre el tema general que da título al
Congreso, “Constitución, democracia y libertad” y al lema que expresa su
finalidad, “el Estado de Derecho como garante de la libertad”.
La
oportunidad de esta reunión no podía ser mayor, pues nos encontramos en un
momento en el que debemos reafirmar nuestro firme compromiso con la democracia
constitucional, cuyo auténtico significado reside en lograr que la democracia
se encuentre garantizada por el Derecho.
Democracia
y Estado de Derecho son, por ello, realidades inseparables, pues crean el único
espacio en el que puede vivir la libertad y el único marco en que puede
desarrollarse la igualdad. De ahí que la defensa de la democracia haya de ser
al mismo tiempo la defensa del Estado de Derecho. Sin democracia, el Derecho no
sería legítimo; pero sin Derecho la democracia no sería ni real ni efectiva.
Por ello, no tiene sentido, no es admisible apelar a una supuesta democracia
por encima del Derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni
convivencia ni democracia, sino inseguridad, arbitrariedad y, en definitiva,
quiebra de los principios morales y cívicos de la sociedad.
Que no hay libertad sin leyes se ha sabido
siempre. Así como también que sin leyes no puede haber democracia. Por ello
ley, libertad y democracia se encuentran unidas en el mejor pensamiento que ha
producido la cultura universal. Valgan como muestra de esa intemporal
convicción las palabras pronunciadas en el viejo y el nuevo mundo por tres
cualificados representantes de los diversos saberes a través de los cuales la
actividad intelectual se manifiesta: un filósofo griego, un jurista romano y un
escritor y pensador mexicano.
Aristóteles
ya advirtió que sin leyes no puede haber democracia, sino demagogia. Cicerón
nos diría que somos esclavos de las leyes para poder ser libres. Y en nuestra
época Octavio Paz nos ha recordado que sin democracia la libertad es una
quimera.
Entre las
dos primeras citas y la última han transcurrido más de dos mil años, en los que
no podemos ignorar el papel y la influencia del humanismo judeocristiano y la
confluencia de no pocas corrientes laicas y religiosas de pensamiento en el
mundo; pero todo ello lo que pone de manifiesto es la perennidad de unas ideas
que han estado presentes en la historia de la civilización, pues, como también
dijo Franklin Delano Roosevelt, “la aspiración democrática no es una simple
fase reciente de la historia humana. Es la historia humana”.
Aunque
debemos añadir que es la historia de una esperanza que ha tardado mucho tiempo
en realizarse, pues solo en los últimos siglos esa vieja y permanente
aspiración se ha ido convirtiendo, por fin —no sin dolor y muchos sacrificios—,
en una realidad.
En el
espíritu de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se contiene la
pretensión de que esa realidad acabe extendiéndose al resto de los países del
mundo, pues al margen de la diversidad de culturas y de identidades, la dignidad
humana es una exigencia universal que sólo por medio de la democracia, la
libertad y la ley puede lograrse.
Señoras y
señores,
Estas consideraciones que he venido expresando me parece que están en la
esencia del Congreso que hoy se clausura. A través de las veintiuna Mesas
organizadas, una magnífica representación de los juristas del mundo
—profesores, abogados, jueces y miembros de las distintas profesiones
jurídicas— con el concurso de otras personalidades que han tenido o tienen una
indudable responsabilidad social e institucional, han debatido estos días sobre
las preocupaciones más urgentes y de mayor calado que afectan a la situación y
perspectivas de la democracia y el Estado de Derecho en el marco en la sociedad
global de nuestro tiempo.
En los
últimos decenios, el mundo ha experimentado unas transformaciones tecnológicas
y sociales muy profundas, que no solo continúan, sino que se aceleran, y que
han de tomarse muy en cuenta si no se quiere errar en el diagnóstico de los
problemas y en la propuesta de sus soluciones. La globalización de la economía,
la política, las comunicaciones y el Derecho, pone de manifiesto que los
problemas que afectan al mundo sólo pueden solucionarse desde una visión que
combine la sensibilidad y proximidad local con la amplitud de lo global.
El espacio
de los Estados nacionales se ha quedado pequeño para acometer con éxito la
satisfacción de todas las necesidades comunes de los ciudadanos del mundo.
Tampoco los poderes públicos pueden ya por sí solos, sin la cooperación de las
entidades privadas, acometer esa tarea. De ahí que aquellas necesidades sólo
puedan afrontarse en un marco multilateral, público y privado, de relaciones
internacionales.
Hoy, más
que nunca, el destino de cada nación está ligado, necesariamente, al de la
comunidad internacional. También hoy, más que nunca, somos conscientes de que
la tan necesaria cooperación entre Estados no debe estar únicamente al servicio
de sus propios intereses, o de sus propias sociedades, sino al de la sociedad
mundial, porque nada de lo que a ésta le suceda en cualquier lugar de la Tierra
nos puede ser ajeno. Por ello, de la cooperación internacional multilateral
depende no sólo el destino de las naciones, sino el de la humanidad en su
conjunto.
Y por eso,
frente al totalitarismo, la tiranía y la demagogia, que tanto mal han hecho al
mundo en el pasado, hay que proclamar y defender la legitimidad del pluralismo
político, social, territorial, religioso o cultural, y fomentar la convivencia
y la tolerancia. Convivencia y tolerancia que únicamente pueden darse en el
marco de un consenso básico alrededor de unos valores y unos principios
comunes.
Esos
valores compartidos no pueden ser otros que la dignidad de la persona y los
derechos humanos que la garantizan. Y esos principios también compartidos no
pueden ser otros que los propios del Estado de Derecho. Sólo la unión de esos
valores y principios proporciona un espacio civilizado de convivencia.
Convivencia que significa vivir juntos y no separados, unidos y no enfrentados,
respetándonos mutuamente. Convivencia que no es uniformidad, porque la
comunidad humana es plural, pero que sí se basa en un presupuesto que debe ser
comúnmente aceptado: que los desacuerdos y las discrepancias que pudieran
surgir de esa legítima pluralidad han de ser resueltos conforme a Derecho.
El lema de
la World Jurist Association es, precisamente, el de “La paz mediante el
Derecho”.
Porque el
Derecho es el mejor camino para el logro y mantenimiento de la paz; un Derecho
justo que esté integrado por normas e instituciones que impidan los excesos del
poder, protejan a las minorías, amparen a los más necesitados y aseguren por
igual las libertades ciudadanas.
Esa
convicción es compartida, estoy seguro, por todos los juristas del mundo, que,
por encima de la nación a la que cada uno pertenezca, forman una auténtica
comunidad transnacional, la comunidad de los hombres y las mujeres del Derecho,
unidos por el designio compartido de contribuir con su saber y experiencia al
logro de la concordia a través de la justicia.
Las
reflexiones y debates que estos días han tenido lugar en esta reunión han
generado unas conclusiones del Congreso que son una llamada a la conciencia de
los juristas y dirigentes del mundo para que defiendan, incluso con las
reformas que fueran oportunas, el designio de concordia que acabo de señalar.
Esas conclusiones se han plasmado en la Declaración de Madrid que hace unos
momentos acaba de leer el director del Congreso e insigne académico, don Manuel
Aragón.
Felicito al
Congreso por esa Declaración, con cuyo contenido muestro mi más completa
solidaridad.
Señoras y
Señores,
Permítanme terminar mi intervención con una última referencia a España. La
historia de nuestra nación, como la de otras muchas, ha vivido tiempos
difíciles; pero, a partir de la transición política y de la Constitución del
78, la sociedad española ha sellado un gran pacto de concordia que nos ha
permitido vivir los mejores momentos de libertad y bienestar en una España
política, social y territorialmente plural, pero unida en lo esencial: en los
valores reconocidos en ese gran pacto de convivencia y concordia nacional que
representa nuestra Constitución.
En ese
empeño estuvo comprometida —y sigue estándolo— la Monarquía parlamentaria
española, pues como dije en las Cortes el pasado 6 de diciembre, “la Corona
está ya indisolublemente unida, en la vida de España, a la democracia y a la
libertad”. Lo he aprendido desde niño en mi familia, lo demostró mi padre el
Rey Juan Carlos I en su reinado, a ello empeño mi vida y en la continuidad de
esa unión la Reina y yo educamos a nuestras hijas.
Es cierto
que la democracia española ha tenido que hacer frente a dificultades serias y
graves, pero la España constitucional ha demostrado su fortaleza democrática,
sus firmes principios y sus convicciones sólidas y profundas. Nuestro Estado
Social y Democrático de Derecho, y dentro de él, la Corona, con el concurso de
la inmensa mayoría del pueblo español, no escatimará esfuerzos para que así
siga siendo.
Gracias
nuevamente a la WJA por la extraordinaria distinción que me ha concedido, y a
todas las entidades y personas que con su apoyo han hecho posible este
encuentro mundial. Todo mi reconocimiento por la indudable trascendencia de los
trabajos que han desarrollado en este Congreso, centrados en algo que tanto nos
afecta a todos los ciudadanos del mundo: la necesidad de que la paz, basada en
el reconocimiento de la dignidad de la persona y en la garantía de los derechos
humanos, sea no sólo un designio universal —que lo es—, sino que acabe convirtiéndose
también en una auténtica realidad universal. Tengo la esperanza de que con la
ayuda del Derecho podremos conseguirlo.
Declaro
clausurado el vigésimo sexto Congreso Mundial de la World Jurist Association."
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